Por: Laura López-Aybar, PhD
Vivimos en una cultura de silencio, y esto es algo que nos afecta a muches desde la niñez. La lucha por acabar con el silencio nos compete a todes. Los mismos mecanismos que son utilizados para silenciar a sobrevivientes de abuso en la niñez, adolescencia y a las personas que experimentan violencia de género, racismo y otros, son utilizados para silenciar a sobrevivientes de violencia psiquiátrica. Así que acabar con el silencio es una lucha de todes.
A quienes sobrevivimos violencia nos quieren callades, y a quienes hablamos públicamente sobre estas violencias nos quieren silenciar. Esta cultura de silencio alimenta la cultura de abuso, hace que continúe. En el silencio, el abuso se sigue reproduciendo como un hongo negro, consumiendo a las personas agredidas y a otras posibles víctimas de esas personas. Las personas que abusan, violentan y agreden (y quienes les apoyan) se alimentan de este silencio para seguir repitiendo estos patrones, muchas veces para mantener sus reputaciones intactas mientras, de forma insidiosa, continúan destrozando la vida de quienes agreden.
A quien habla de abuso abiertamente, muchas veces se le aísla, ataca, amedrenta y cuestiona, no solo desacreditando la legitimidad de lo que está diciendo, sino también el foro que escogió. Como si no fuera el caso que ya se ha tratado de hablar en privado —en el entorno familiar, de pareja o de terapia—, con replicación del abuso y culpabilización en todos estos espacios, muchas veces maltratando aún más a las personas agredidas. Y, aun así, el abuso continúa. La cultura de silencio no solo alimenta, sino que hiperperpetúa el abuso.
Las personas que son sobrevivientes de violencia y que han sido silenciadas tienden a experimentar altos niveles de distrés emocional por el resto de sus vidas, así como secuelas físicas del abuso que su cuerpo aguantó. Estudios indican que una mayor cantidad de Experiencias Adversas en la Niñez está asociada con tasas más altas de violencia en relaciones de pareja, y que quienes sobrevivieron abuso sexual infantil tienen un riesgo excepcionalmente alto de experimentar violencia por parte de una pareja en algún momento de sus vidas (Seon et al., 2022). Además, la duración, la relación con la persona agresora, la frecuencia y el tipo de abuso sexual infantil también impactan la respuesta de las personas a estas experiencias adversas y afectan su capacidad para imaginar un futuro positivo. Esto, a su vez, se relaciona con manifestaciones emocionales como depresión, trastornos alimenticios, ansiedad, trauma, así como con la intensidad y frecuencia de la ideación suicida, entre otros problemas de salud mental y física (Sahle et al., 2022).

Esta cultura de silencio deja a las personas que experimentan estos abusos sintiendo vergüenza y culpa, y cuestionándose qué hicieron para merecerlo, qué está mal en elles que les pasó esto. Muchas veces, en solitario, sienten que no hay nadie más a quien le haya ocurrido. Al romper el silencio no solo validamos nuestra propia experiencia, sino que también validamos la de otras personas. A veces, esto inspira a que otras personas hablen del abuso que experimentaron por parte de una misma persona. Así lo hemos visto en casos de figuras públicas que han sido acusadas, donde se revela que existen patrones, que no se trata de un caso aislado y que las personas agredidas tenían temor de hablar por las represalias de la cultura de abuso y silencio en la que vivimos.
Las personas que abusan quieren el silencio: quieren que sus vidas estén intactas y que sus acciones no se sepan. Muchas veces, lo primero que hacen es cuestionarse qué va a pasar con su reputación, sin pensar en la persona agredida ni responsabilizarse por sus acciones, sino echándole otra vez la culpa y aprovechando el momento para seguir abusando de manera insidiosa y psicológica. Esto también lo hacen personas cercanas a quienes agreden, aun cuando la persona agredida también es alguien cercano. De hecho, la mayoría de las personas que agreden son conocidas por la persona agredida (Lyon, 2014; Lyon & Dente, 2012). En Puerto Rico, según datos del Observatorio de Género, el 52% de las agresiones sexuales son cometidas por familiares.
Otras personas también se preocupan por cómo tu romper el silencio va a afectar la vida de esa persona y de quienes le rodean, sin pensar en cómo esto afecta y ha afectado la vida de las personas agredidas y violentadas. Hablar de abuso es incómodo, pero es necesario si queremos prevenirlo. Si queremos que esto deje de pasar, tenemos que hablarlo, y esto no debe ser tarea únicamente de las personas que han sido abusadas. Si realmente queremos ayudar a las personas agredidas, acabar con el estigma hacia las agresiones y violencias, y prevenir que esto siga ocurriendo, hay que hablarlo a pesar de la incomodidad que nos provoque. Si realmente queremos honrar y salvaguardar la dignidad de las personas que sobreviven abusos, debemos crear espacios de apoyo donde puedan hablar, en los contextos y de la forma en que elles decidan hacerlo.
Hay procesos de solidaridad que son extremadamente importantes en estas dinámicas de romper el silencio. Muchas veces pensamos que el abuso experimentado es lo más traumatizante para las personas que sobrevivieron, y eso no necesariamente es cierto. En muchos casos, lo más traumatizante es la reacción que tienen otras personas cuando alguien revela, verbaliza y expresa el abuso que ha vivido.
También en Latinoamérica tenemos una cultura del respeto, donde se enseña que debes respetar a tus padres, a tus mayores y a tus superiores, y de cierta forma se espera que hayas nacido sabiendo lo que significa el respeto, definiéndolo además como incondicional hacia esos grupos antes mencionados. Esto también es un aspecto cultural que funciona para silenciar a las personas que sobreviven violencia. Se escucha mucho: “son tus padres, hermanos, tíos, tu sangre, tu pareja”. De esta forma, estamos sacrificando a las personas a sus abusadores y haciéndolas más vulnerables al abuso.
Muchas familias dependen del silencio de las personas que sobreviven violencia intrafamiliar para mantener el status quo y la comodidad. De esta forma, no tienen que hacer cambios en la dinámica familiar. Evitan tener conversaciones complicadas y difíciles en las que se pida prevenir la violencia y detenerla de manera comprensiva y total, atendiendo así las necesidades y las consecuencias de la violencia en las personas que fueron agredidas.
Dentro de la dinámica familiar, en lugar de cuestionar, confrontar y responsabilizar a quien abusa, el peso del silencio recae sobre las personas sobrevivientes para proteger la unión familiar y a las personas mayores, sacrificándoles en el proceso. Estas tácticas incluyen pedirles a las personas sobrevivientes que consideren la salud de sus familiares por encima de la de elles y ponerles el peso de romper el silencio. Que quede claro: aunque una persona sobreviviente rompa el silencio y un familiar tenga un percance de salud en reacción a esto, la responsabilidad sigue siendo de las personas agresoras y violentas, como una de las muchas consecuencias de agredir y violentar a otras personas.
Muchas familias no quieren el cuestionamiento; quieren mantener las apariencias, algo muy común en las familias latinoamericanas. Que se amenace la integridad de la familia de sangre por parte de una persona agredida se considera un acto muy violento hacia esta institución familiar. Así, se sacrifica a las personas que han sido agredidas dentro del núcleo familiar, dejándolas solas, abandonadas y aisladas, dañando muchas veces su reputación y abrazando a las personas agresoras.

¿Qué gana una persona sobreviviente entonces con hablar o con mentir? Si habla, se echa a todo el mundo encima en esta cultura de silencio, que no es una cultura de solidaridad hacia las personas agredidas. A las personas agredidas se les cuestiona el cómo, cuándo y por qué deciden romper el silencio. En el caso de sobrevivientes de abuso en la niñez, la mayoría de las veces lo revelan en su adultez (Ullman, 2023). Esos mismos cuestionamientos no se dirigen hacia la persona que agredió, y así, como sociedad, replicamos y repetimos patrones de agresión contra personas que ya han experimentado abusos en su vida. En esta cultura, donde el silencio es rey y reina, al hablar de abuso tenemos también mucho que perder: familiares, trabajos y reputación.
Ninguna forma de vociferar esto es para las personas que agreden ni para lograr venganza. Hablar de lo que nos pasó no nos va a devolver lo que nos quitaron, pero sí nos puede ayudar a sanar, a autovalidarnos, a normalizar nuestras experiencias y también a llamar la atención sobre que esto le puede pasar a cualquiera, y que podemos estar bien, que podemos sobrevivir. Al hablarlo, podemos retomar el control y el poder que nos quisieron arrebatar: el control de la narrativa, de nuestras reacciones y de nuestro futuro.
Además, ¿qué venganza se logra aparte de que se conozca su realidad de vida y se honren sus experiencias? Se sabe muy bien que existe una falta de justicia en los sistemas judiciales y que el peso de la prueba recae en quien acusa. Sabemos también que, aun con evidencia, no siempre se impone la justicia. No solo cargamos con el peso del silencio, sino también con el peso de las agresiones cometidas en nuestra contra. Cuando hablamos, también protegemos a otras personas de experimentar abuso.
En silencio no hay cambio: el abuso crece y se sigue reproduciendo. ¿Luego cuestionamos también a las personas que han sido agredidas por qué no dijeron nada? ¿Por qué no lo hablaron? Mucha gente no reflexiona sobre cómo ocurre inicialmente el abuso: ocurre en privado, y las personas que agreden dependen de nuestro silencio para seguir abusando. Dependen de ese aislamiento; así, las personas agredidas ya de por sí están aisladas, marginadas y solas.
¿Muchas veces también te cuestionan por qué no reportaste? Pero la mayoría del tiempo no hay evidencia del abuso, por la naturaleza misma de lo que conlleva. Vivimos en una cultura donde, si no tienes evidencia —y a veces, aunque tengas montones de evidencia, como le ocurrió a Andrea Ruiz Costas—, no te creen; te dicen que te lo buscaste, que te lo mereciste. Así que, ¿qué sobreviviente de cualquier tipo de agresión quiere pasar por un proceso legal donde se le va a cuestionar, atacar y deshumanizar, poniendo su dignidad aún más en jaque? Cuando muy posiblemente esto ya está ocurriendo dentro de las microdinámicas de la institución familiar.
Igualmente, te piden que seas la víctima perfecta. ¿Pero qué es una persona perfecta? ¿Cuál es la reacción perfecta a ser agredide, a ser abusade?

A quien le incomode, le urjo a que reflexione sobre el porqué. A quien rápido comience a cuestionar a quien sobrevivió esa violencia y no a quien agrede, le urjo a pensar sobre el porqué. ¿Qué mantienes con tu silencio? ¿A quién más estás silenciando? ¿Por qué no puedes demostrar solidaridad hacia la persona sobreviviente? ¿Por qué el medio de responsabilización recae solo en la persona agredida y no en quienes le rodean?
Si es incómodo para ti hablar o leer del tema, imagínate para quien lo vivió. Mientras no enfrentemos esta incomodidad, las personas sobrevivientes tampoco se sentirán cómodas hablando de las violencias experimentadas y no podremos enfrentarlas.
Sin embargo, las investigaciones demuestran que ofrecer el testimonio normaliza estas experiencias de agresión, hace que las personas agredidas se sientan menos solas, más libres, con la capacidad de vociferar y expresar sus circunstancias de abuso, y hablar de ellas abiertamente. Esto no es conveniente para las personas agresoras ni para la institución familiar donde se repiten estos patrones de abuso. Así que nos quieren aislades: calladites nos vemos más bonites.
Cargamos con las consecuencias de romper los silencios. La culpa y la vergüenza, cuando las cargan las personas agredidas, no se conocen como inspiradoras de cambio o sanación, sino de tormento. Al final, solo vivimos una vez y, de cierta forma, al vivir protegiendo a quien nos ha agredido y a quienes le protegen, les regalamos nuestra vida. No hablar de abuso puede quitarnos la oportunidad de vivir en libertad nuestras identidades, ya que estamos engavetando algo que definió algunas o muchas partes de nuestras vidas y de nuestro estatus actual en ella. Por esto, el silencio se acabó.

Laura López-Aybar es una sobreviviente de violencia psiquiátrica, intrafamiliar y de género. Posee un doctorado en psicología clínica de Adelphi University en Nueva York y hace investigación multi métodos en determinantes sociales de la salud emocional, primordialmente estigma, discriminación, violencia de género y cambio climático. Aboga abiertamente por experiencia personal y empírica por la abolición y reforma de los sistemas carcelarios, incluyendo el sistema de salud mental desde la práctica de la psicología crítica. Pueden encontrar más de su trabajo en su página de Instagram @aybarpsicologiacritica.