“No fue la psiquiatría ni la medicación lo que me ayudó. Fue salir del ambiente abusivo en el que vivía.”
Por Laura López-Aybar
Mi historia de encarcelación psiquiátrica, no es fácil de contar, es complicada y tampoco es única. Tiene muchas capas y se entrelaza directamente con mi historia personal familiar. La primera vez que yo fui encarcelada en un hospital psiquiátrico tenía 14 años. Ya yo estaba viendo psicólogos desde hace un tiempo porque me autolesionaba. En el momento de esa primera hospitalización, yo tomé la decisión de decir que me quería hacer daño para protegerme y salir de la casa de mi mamá, y también alejarme de mi papá. Estaba sobreviviendo abusos por parte de la mayoría de los hombres en mi núcleo familiar sanguineo, salvo de parte de mi Abuelo materno.
Regresando a antes de ese momento, yo me crié en una casa donde a mi mamá la violentaban física-, emocional- y económicamente. A nosotros también, a mi hermano y a mí. Yo había empezado a autolesionarme cerca de los 8 años. Pues las pelas de mi papá eran tan fuertes y comencé a cortarme para que entonces hubiera evidencia física con cicatrices y mi mamá a lo mejor tomará riendas sobre el asunto de divorciarse.
Luego de una noche que revivo hoy en día como si hubiera sido ayer, a los 13 años casi 14, se involucró el Departamento de la Familia y la policía. El recuerdo de esa noche repleta de abuso vive en mi de forma más presente que todo el abuso que viví en manos de mi padre, con quien no tengo relación hace casi 20 años, y toda la culpa se me depositó a mí. Mientras tanto, luego de yo decir que si quería ir al hospital, para escapar del abuso de mi familia materna y de mi padre. A los 14 años, me encontré siendo altamente medicada, siendo desnudada. Me hicieron eñangotarme, toser y me verificaron mis cavidades genitales para verificar que no traía contrabando. Todo esto a sabiendas de que yo era sobreviviente de todos los abusos habidos y por haber por parte de mi familia, no que esto lo justifique tampoco. Ahí empezó mi historia de encarcelación psiquiátrica. En el hospital, mi experiencia de abuso no importaba, pero si mi diagnóstico. Se me diagnosticó con bipolaridad tipo 2 y con personalidad fronteriza, teniendo 14 años y vivíendo en un ambiente extremadamente abusivo. No me faltaba techo, ni comida, educación, transportación y vivía en lugares relativamente seguros, excepto por la familia que me tocó y las decisiones que se tomaron dentro de esa familia.

En el hospital psiquiátrico, las comidas te las tienes que comer y no las eliges. El horario lo tienes que cumplir. Los medicamentos que me he puesto durante toda mi vida para la Glaucoma, me los tenían que poner ellos. No puedes ir al baño sin pedir permiso y los baños eran comunales, el inodoro estaba expuesto y no tenías privacidad, era como una cárcel. Las duchas no tenían cortinas y era un baño abierto con el aire prendido, se acababa rápido el agua caliente. No tenías acceso a tus pertenencias personales sin pedir permiso ni sin justificar porque las necesitaba. Si te quedabas con hambre, te quedabas con hambre y tenías que esperar a la próxima hora de comer. Estimo que fueron 10 días ingresada, vi a la psicóloga y psiquiatra creo que una vez.
Tuvimos mucha terapia ocupacional y recreativa más que otras, pero no podías salir. Era un lugar gris, la sala y comedor comunales. Todo el tiempo estaba siendo supervisada y observada. Las enfermeras y los enfermeros escogían que se veía en la televisión. Así que muchas veces escogían cosas que eran para ellos. Vi como amarraban y dejaban amarrados por horas y hasta toda una noche a otras personas ingresadas.
Tenías que tomarte los medicamentos sí o sí, no tenías opción. En general, decir que no, no era una opción. Luego de eso pasé a hospitalización parcial donde algún colega profesional de salud mental, lo que hace es leerte de estos panfletos estandarizado como un libreto. “Practica la gratitud” o “Cómo manejar tu coraje,” esta era la terapia, seguía bajo observación y te decían que los medicamentos y los diagnósticos eran de por vida.
En la hospitalización tuve una emergencia médica, un uñero que tenía en el dedo pulgar se infectó y no lo atendieron. Me dijeron que tenía que esperar a que viniera el médico y cuando vino el médico me dijo “pues te tendremos que cortar el pie, tendremos que amputar el dedo”. Ese fue su comentario. Cuando vino la trabajadora social del departamento de la Familia me preguntó con quién quería vivir. Mis tías estaban dispuestas a cogerme en la casa, pero según la trabajadora social del departamento de la familia, no se podía porque eran lesbianas. Mis abuelos estaban dispuestos a cogerme, pero mi papá los había acusado de negligencia, lo cuál no era para nada cierto. Aún pienso que tal vez una de estas dos opciones me hubiera ahorrado años y años de sufrimiento que seguí pasando en casa de mi madre.
También cuando regresé de esta hospitalización. Me encontré que mi cuarto había sido completamente cambiado, pues según mi madre, le habían dicho los profesionales de la salud mental que la cantidad de posters que yo tenía de Legolas era psicótico y mi alfombra de Stewie no era aceptable para ella. Entonces todo lo normal en la vida de una adolescente se fue patologizando, el desdén hacia las figuras autoritarias, el coraje, la masturbación, la exploración con sustancias. En mi caso, me encantaba el juego, el teatro, el pretender y así me imaginaba mundos donde escapaba de mis circunstancias, pero esto también se patologizó. Todo esto era avalado y sostenido por la psicóloga y los psiquiatras que me atendieron. A los profesionales del departamento, policía y tribunal les conté la misma historia a más de 40 personas, ya era como un libreto, yo no estaba de acuerdo, pero mi familia me obligaba.

Como tres años y medio después, salí de una relación altamente abusiva, donde yo era abusiva emocionalmente en mi total codependenia aprendida y la persona con la que estaba era abusiva física- y emocionalmente. Luego de la última golpiza que este hombre me dio, terminé tomándome un pote de pastillas y se lo dije, de ahí vino otra golpiza. De cierta forma, la locura se había acaparado de mí y ya me lo habían repetido tantas veces que lo había internalizado, yo era una loca y este era el único tipo de relación que lograría tener. Esto no justifica la violencia, ni de mi parte, ni de la suya, ni de la de mi familia. Tenía 17 años, entré a emergencia luego de esta golpiza y porque yo tenía mis cicatrices de autolesiones y mi historial psiquiátrico todas mis notificaciones de decir que esta persona me había golpeado fueron vistas como alucinaciones, como falsas y como que los golpes me los había provocado yo misma. Los policías dijeron que posiblemente me gustaba que me dieran. Todavía recuerdo el sonido y la sensación de sus golpes en mi espalda baja. Me obligaron a entrar en el hospital psiquiátrico que a veces llaman “el hotel”.
Otra vez lo mismo en la admisión de desnudarte, eñangotarte y verificarte. Me encontré aislada de mis redes de apoyo y sin poder contactarles. Como siempre, me hablaban como si no pudiera entender, de forma condescendiente o como si no estuviera presente. En esta hospitalización, yo tuve cuarto privado; siempre con la puerta abierta y durante el día no tenías acceso al cuarto. Si no te llevabas una sábana lo suficientemente buena, tenías que aguantar el frío. Inmediatamente te medican, te cambian los medicamentos, te reajustan los medicamentos y no puedes negarte. Esta vez también me llevé una novela de Gioconda Belli, “El Pergamino de la Seducción” y me lo quitaron porque lo consideraban “inmoral” y no para mi edad, hasta que una psicóloga pidió que me lo devolvieran. Además de esto, lo demás era lo mismo. Si estás adentro del baño, sin anunciar su entrada, entran. No importa lo que estés haciendo. Las llamadas son supervisadas, son al frente de todos. Tienes un tiempo designado para hablar.
Durante todo este tiempo, la psiquiatría y la psicología tradicional no me estaban ayudando. Mi psicóloga y mi psiquiatra le creían a mi madre y se dejaban llevar por lo que ella reportaba. Yo decía que mi madre era alcohólica y abusiva, nadie me creía. Yo con mi flip phone, por primera vez pude grabar un vídeo del abuso de mi mamá y lo que vivía bajo su techo, grabé esta escena y se la enseñé a mi psicóloga y a mi Abuela, con quien me quedé esa noche. Y le dije “con esto que yo tengo que bregar siempre”. Mi madre les contaba todo de mi vida a las otras personas, desde su perspectiva obviamente, y a mi por “bipolar” y “bordeline” no me creían. El problema de disfuncionalidad y abuso en mi hogar, se ignoraba y se me achacaba la disfuncionalidad a mi, la adolescente problemática, dificil y salvaje. Así que la psiquiatría sirvió como arma para violentarme y abusar de mi por encima de lo que yo estaba experimentando en mi casa. Las citas con el psiquiatra eran de menos de 1 minuto, “aquí está la receta”. En momentos de coraje, mi mamá me decía que era bipolar y que ella tenía que tratarme como la bipolar que era, que yo no iba a lograr nada en la vida. No voy a lograr casarme, estudiar, porque eso es lo que le habían dicho los psicólogos y los psiquiatras. También decían, que los medicamentos y los diagnósticos son de por vida. La prognosis de una persona que es bipolar, según me decían los profesionales de la salud mental es que su calidad de vida va en reducción significativa por el resto de su vida, va a tener mucha dificultad en alcanzar sus metas.
No fue hasta que un día yo decidí irme de la casa de mi mamá y preferí empezar a vivir en sofás de gente que apenas conocía, que no eran amigos, que la escuela entonces tomó cartas sobre el asunto, una maestra me preguntó que por qué seguía yendo con la misma ropa todos los días y con la misma bolsa y el mismo bulto “es que estoy media nómada” recuerdo que le dije. De ahí llamaron a mi abuela, y me ofreció irme a vivir con ella y mi abuelo. Ahí empezó mi proceso de sanación, no fue la psiquiatría, no fue la psicólogía. Fue un cambio de vida y sacarme de un ambiente completamente abusivo. Aunque hubo aún momentos de autolesionarme y de intentar quitarme la vida, mi bienestar mejoró significativamente.
En estos procesos me fui dando cuenta de los efectos secundarios de los medicamentos psiquiátricos que tomaba. Durante toda mi escuela intermedia y superior, no me podía casi levantar de la cama, estaba todo el tiempo como un zombie. Hacer cosas del día a día, como vestirme, bañarme, era extremadamente díficil, y la prioridad en mi casa era que fuera a la escuela. En un momento dado, tomaba tantos energy drinks para poder mantenerme despierta que desarrollé gastritis, lo cual probablemente también fua a cause de los más de cuatro medicamentos cambiantes que tomaba a diario para la “bipolaridad”. Experimenté bullying cuando hablaba del maltrato en mi casa y también porque no paraba de dormir en los pasillos tirada en el piso. Vivía con un demonio del sueño, tenía sueños vívidos aterrorizantes, no me podía concentrar, no podía acordarme de nada académico o retener información, faltaba muchísimo, pues el sueño casi siempre ganaba la lucha. No fue hasta mi maestría en uso de sustancia que empecé a leer artículos sobre los efectos secundarios y dañinos de los medicamentos psiquiátricos. Entonces, me fui dando cuenta de todo el efecto que estos tenían en mi vida.
Me di cuenta de como mis proveedores de servicios en vez de tomar estos cambios abruptos en personalidad y efectos secundarios en serio, se lo acreditaban a los diagnósticos que me asignaron. Dejé los medicamentos poco a poco y mi calidad de vida mejoró significativamente, algo que posiblemente hubiera ocurrido antes, si hubieran tomado mis efectos secundarios y situaciones familiares en serio. De hecho, llevo más de 10 años sin tomar medicamentos y no me identifico con ninguno de los diagnósticos que me fueron asignados.

Ahora lucho por un sistema donde las personas usuarias de servicios de salud mental se escuchen. Se respete su agencia, su experiencia y su derecho a la autodeterminación y al consentimiento informado. Y que haya una abolición total de los sistemas donde se práctica la coerción y la violencia psiquiátrica.
Lucho vehementemente para darle luz a cómo la violencia familiar que está tan arraigada en nuestra cultura conduce y se alimenta de la violencia psiquiátrica y a la crisis de salud mental que ahora mismo confrontamos en conjunto con las medidas de precariedad en que nos mantienen políticos de Puerto Rico y Estados Unidos.
También abogo porque las personas que sí quieren estar dentro de este sistema de salud mental industrializado tengan acceso a información abierta sobre los efectos secundarios de los medicamentos, lo que conlleva una hospitalización psiquiátrica y que también tengan el derecho a decir que no y ser tratades con dignidad. También abogo porque los estigmas hacia personas experimentando angustia psicológica se vayan borrando y a la misma vez estudiemos qué estigmas les proveedores de salud mental tienen y el daño que esto le causa a las personas. Por último, me interesa identificar y ofrecer alternativas para reformar el sistema de salud mental, desde aquí comenzando el diálogo.
En mi vida personal y profesional, lucho contra los ataques, amenazas, insultos y violencias de romper con el silencio de la violencia intrafamiliar. Soy madre y esposa, tengo un doctorado en psicología de una universidad en Nueva York. Trabajo para organizaciones importantes que tienen impacto en nuestras comunidades, y hablo abiertamente de mis experiencias de violencia psiquiátrica, violencia de género y abuso familiar. De hecho, mis proyectos de investigación están todos altamente ligados a estas experiencias. Todas estas son cosas que proveedores y familiares me han querido convencer de que no iba a poder alcanzar por los diagnósticos que me asignaron. No me veo como persona que se recupero de xyz diagnóstico y no creo en el uso diagnóstico, me veo como alguien que se ha ido poco a poco recuperando de las circunstancias que sobreviví y de mi propia vida, construyendo comunidades, redes y hogares de cuidado solidario, auto evaluándome, responsabilizándome, ajustándome y sientiendo lo que eso trae, y enfrentando el miedo y la incomodidad.
También creo que en el silencio normalizamos lo disfuncional y al darle voz, normalizamos nuestras experiencias, vemos que otras personas las comparten y podemos entonces comenzar los diálogos de cambio. La violencia se nutre de nuestro silencio. Esto es verdadero en la violencia familiar, violencia de género y violencia psiquiátrica.


Laura López-Aybar es una sobreviviente de violencia psiquiátrica, intrafamiliar y de género. Posee un doctorado en psicología clínica de Adelphi University en Nueva York y hace investigación multi métodos en determinantes sociales de la salud emocional, primordialmente estigma, discriminación, violencia de género y cambio climático. Aboga abiertamente por experiencia personal y empírica por la abolición y reforma de los sistemas carcelarios, incluyendo el sistema de salud mental desde la práctica de la psicología crítica. Pueden encontrar más de su trabajo en su página de Instagram @aybarpsicologiacritica.