Por Luuk L. Westerhof para Mad in Norway
Necesitamos un lenguaje que acoja el dolor psíquico sin estigmatizarlo. Lo llamamos enfermedad, pero quizás en realidad sean adaptaciones profundas a condiciones difíciles.
Ansiedad. Depresión. Insomnio. Dificultades de concentración. Lo que a menudo se denomina trastorno mental se trata en gran medida como fallos bioquímicos. El recetario se saca mucho antes de que alguien pregunte: ¿Qué te ha pasado?
¿Qué pasaría si los síntomas no fueran señales de un desbalance químico, sino de heridas antiguas que nunca sanaron? ¿Y si dejáramos de buscar “errores” en el cerebro, y en su lugar, empezáramos a escuchar la historia que el cuerpo intenta contar?

Síntomas como lenguaje del dolor
Profesionales como Gabor Maté, Peter Levine y Bessel van der Kolk han advertido durante años contra una comprensión médica unilateral del sufrimiento mental. En cambio, proponen una visión corporal y relacional: que los traumas se almacenan en el sistema nervioso y que nuestros síntomas —ansiedad, inquietud, disociación— son, a menudo, gritos de auxilio del cuerpo.
Van der Kolk escribe en El cuerpo lleva la cuenta que el trauma se imprime en la musculatura y el sistema nervioso, no solo en los pensamientos. Peter Levine describe esto como “energía atrapada”: cuando las personas no pueden completar una respuesta natural de lucha, huida o congelamiento, esa energía queda retenida como agitación interna, dolor o entumecimiento durante años.
Las pastillas alivian, pero no curan
Al mismo tiempo, el paradigma biomédico ha tenido una fuerte influencia en la práctica psiquiátrica durante décadas. Los desafíos psíquicos —que quizás deberían entenderse más precisamente como problemas relacionales y basados en la experiencia— se reducen frecuentemente a desequilibrios químicos en el cerebro. De ahí que el tratamiento farmacológico parezca la solución más lógica. Antidepresivos, ansiolíticos y somníferos se recetan en grandes cantidades —incluso a niñes y jóvenes.
Cuando les niñes aprenden a desconectarse emocionalmente para sobrevivir en entornos inseguros, llevan estos patrones consigo hasta la adultez. Robert Whitaker, en Anatomía de una epidemia, lanza una mirada crítica al desarrollo de la psiquiatría. En lugar de ver mejoras en la salud mental de la población, hemos presenciado un crecimiento explosivo en el uso de medicamentos —a menudo sin un efecto positivo duradero.
Muches describen que no sanan, solo sienten menos. ¿El costo humano? Una generación que aprende a sobrevivir en el entumecimiento en lugar de recibir ayuda para entender y sanar su dolor.
El dolor psíquico tiene un contexto
Un diagnóstico puede ofrecer alivio lingüístico, pero también puede ocultar las causas.
Gabor Maté muestra cómo muchas condiciones —como la ansiedad, la depresión y el TDAH— a menudo tienen raíces en la negligencia emocional temprana. Cuando les niñes aprenden a desconectarse emocionalmente para sobrevivir en entornos inseguros, estos patrones se convierten en modos de vida en la adultez. Llamamos enfermedad a lo que, quizás, son profundas adaptaciones a condiciones difíciles.
Los síntomas psíquicos no son solo algo que está mal. Son intentos de lidiar con lo que ha dolido.
La compasión como antídoto
¿Qué necesitamos entonces? No una negación total de los medicamentos —pueden tener su lugar— sino construir un nuevo sistema de sanación basado en la relación, la seguridad y la presencia.
Richard Schwartz, fundador de la terapia de Sistemas de la Familia Interna (Internal Family Systems), nos enseña a ver los síntomas como partes protectoras de la psique.
Cuando entendemos el consumo de sustancias, la autolesión o la autocrítica como estrategias de supervivencia —y no como errores— podemos comenzar a tratarnos con compasión.
Como terapeuta, no son las herramientas las que curan. Es la presencia. La teoría polivagal de Stephen Porges muestra cómo nuestro sistema nervioso se regula en contacto con personas que percibimos como seguras. Por eso, un terapeuta no solo debe ser competente: debe ser calmado, accesible y emocionalmente presente.
Una sociedad que tolere el dolor humano
No solo necesitamos terapeutas sensibles al trauma, sino también instituciones sensibles al trauma. Las escuelas deben preguntar: ¿Qué hay detrás de esta conducta? Las oficinas de servicios sociales deben preguntar: ¿Cómo podemos recibir a esta persona con dignidad? El sistema judicial debe entender: La conducta problemática suele ser la expresión de daños anteriores.
Necesitamos una sociedad que reconozca que el dolor psíquico no se resuelve con medicamentos y disciplina, sino con comprensión, compasión, seguridad y una reconstrucción lenta.
Tiempo para un nuevo lenguaje
Este es un llamado a una nueva comprensión del sufrimiento psíquico.
Necesitamos un lenguaje que acoja el dolor sin estigmatizarlo. Debemos dejar de preguntar: ¿Qué te pasa? y empezar a preguntar: ¿Qué te ha pasado, y cómo podemos acompañarte ahora?
Los traumas no se curan con pastillas.
Necesitan ser acogidos —con calidez, contacto y humanidad.

Luuk L. Westerhof es especialista clínico certificado en terapia familiar, con una maestría en promoción de la salud. Está acreditado como supervisor por la Organización de Trabajadores Sociales (FO) y para estudiantes de maestría en la Escuela Universitaria VID (Diakonhjemmet).
Luuk cuenta con muchos años de experiencia clínica en terapia familiar y, a lo largo de los años, se ha especializado en traumas, terapia de pareja y dinámica familiar. Actualmente dirige el centro familiar SPONTE en Sandefjord.