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Húndete en Mi Piel, Por Favor – Reflexiones Sobre El Toque en Prácticas de Salud Mental

Por Tapinder Singh para Mad in South Asia.

Cuando era chiquite, todavía tratando de entender cómo una hora se convertía en un día, y cómo los días se volvían estaciones, el mundo de les adultes me parecía un revoltillo de palabras sin sentido. Eran lenguas familiares, sí, pero siempre hablando de cosas que parecían reales y lejanas. En medio de lo que a veces se sentía como un caos, mi cuerpo recuerda el consuelo que sentía al tocarle los pies a alguien y reconocer su presencia entre la multitud. Esas bendiciones eran como sellos mágicos: empezaban como palabras, pero se transformaban en un gesto de cuidado y protección tan pronto como me ponían la palma en la cabeza.

Otro recuerdo muy grabado en mi cuerpo —de esos bien tempranos— es cuando me di cuenta de que existía… y también de que no importaba. Casi siempre empezaba como si me despertara después de un apagón: mi pai me estaba agarrando de cabeza, y me dolía el cráneo de tanto golpe contra el piso. Mi pai. El mío. Era quien me daba los golpes y gritaba tan alto que nadie se atrevía a acercarse. Todes se quedaban frisades. Con tanto cantazo, no sabría decir por qué era el escándalo; si lo supiera, les hubiera contado todos sus secretos. Secretos de por qué nos maltrataba, de por qué estaba tan herido, tan dolido que ya ni podía ver el dolor en les demás. Por suerte, la última gaveta del mueble nunca cerraba bien, y ahí estaba: un paquetito de escarcha dorada, polvo de estrellas que mi mai había olvidado, un recuerdo de cuando hacía muñecas. Entre todas esas miradas, los gritos, y los aullidos de mi mai, con el miedo de que se me partiera la cabeza, emergía un sentimiento profundo: esto es lo que soy yo, mirando la escarcha mientras cuelgo al revés. Debo estar bendecide, porque hay escarcha.

Tal vez, si nos lo permitimos, algunas personas podríamos usar esas memorias corporales como una partitura, una especie de hoja de puntuación que registra lo que se siente que te carguen les adultes, descansar la cabeza en su hombro, esconder las manos y los pies bajo su cuerpo, amoldarse a sus barrigas, trazarles las venas con los dedos, escuchar su corazón… y también el terror de un empujón inesperado, la humillación intensa de una bofetá. No todes ganamos con estas memorias, pero viven en nosotres de forma visceral, imposible de ignorar, aunque casi nunca se habla de ellas.

En mi primer año en la universidad, estudiando comercio, casi había dejado de pensar en la muerte de mi pai. Tenía pensamientos violentos, hacia él y hacia mí, y solo quería escapar de esa asfixia que era sentirme yo misme. Fue también cuando empecé a darme cuenta de que soy cuir. Ese mismo año, mientras batallaba con mis estudios y conmigo misme, decidí ir a un taller sobre género, cuerpos y sexualidad. No dije una sola palabra. Pero escuchar a otra participante contar que estudiaba psicología me inspiró. Psicología… una palabra que nunca había escuchado. Leí sobre ella en internet y sentí el impulso de estudiarla, de buscar respuestas a mi soledad, de empezar otra vez.

Saltando todos esos años de universidad, llegamos al 2023. Aunque terminé mi maestría en psicología en 2017 y otra especialización en psicología infantil en 2019, es apenas ahora, en 2023, que me siento segurx de llamarme “psicoterapeuta”. No fue casualidad que me interesara tanto el trabajo corporal. Antes de eso, no me veía como terapeuta. Solo buscaba respuestas, y al no encontrarlas, sentía que no podía ayudar a nadie. “Les sanades, sanan”—pero yo aún era una persona herida que podía herir. Entendí que necesitaba terapia personal, y desde el 2019 estoy en terapia constante.

Tener a alguien que te escuche… tiene un valor inmenso. Escucharte tanto, que empiezas a escucharte. Después de meses en terapia, lloré por primera vez. Pero no podía mirar a mi terapeuta a los ojos. Nunca antes había llorado frente a otra persona, mucho menos une adulte. Aunque somos de edad similar, me di cuenta de que la veo como una figura adulta, la adulte que tanto anhelé. Y me preguntaba: ahora que ella conoce tantas de mis historias, si mañana decidiera quitarme la vida, ¿aceptaría que no pude encontrarle sentido? Un año después, ya ni me hacía esa pregunta. No recuerdo que me hayan dicho que no podía llorar, pero lo aprendí: todes a mi alrededor lloraban, y yo me aguantaba. Le pedí a mi terapeuta que no me mirara mientras lloraba. Era suficiente tratar de poner en palabras lo solx que me sentía, pero dejarla verme así de miserable… eso todavía me cuesta aceptarlo.

Ella se mudó a otra ciudad, y hace tres años que no nos vemos en persona. Hace poco me dijo, sin saber cuánto lo necesitaba, que se muda de nuevo a la misma ciudad que yo, y que podríamos vernos, aunque sea de vez en cuando. La terapia por videollamada ha sido suficiente… pero últimamente he estado pensando en algo “terrible”: ¿será que le puedo pedir tener contacto físico consensuado? No un abrazo incómodo, ni un apretón de manos, sino algo que ella también esté dispuesta a dar, aunque sea por unos segundos. Siento que merezco una especie de compensación… por todo el tiempo sin su presencia. Un contacto cálido, voluntario. A veces ella me deja hablar en silencio, pero… ¿podría también tocarme el hombro, dejar que su mano se hunda un poco en mi piel, decirme con ese gesto que no estoy vacíe por dentro, que este cuerpo es mío, que no estoy podride ni en descomposición como mi pai y otros adultes?

Nunca he sentido que el tacto, si es consentido, me provoque deseo sexual. Y reconozco que eso ha sido un proceso. Algún analista podría teorizar sobre esto, y no me molestaría. Pero si no es mutuo, no es sexual: es abuso. El lenguaje —sea verbal o corporal— también puede ser sexualmente sugerente, y por eso les terapeutas se entrenan para mantener la ética en la terapia hablada. Pero la terapia tradicional ha convertido el tacto en tabú, incluso en los pocos casos donde podría ser beneficioso. No hay consenso sobre esos momentos donde une paciente podría beneficiarse de un toque terapéutico.

En junio de 2023, fui a un curso residencial de masaje corporal tailandés y respiración consciente. Aprendí, bajo la guía de mi maestre, a tocar con intención, a negociar límites entre el placer y el dolor, y a que la persona que recibe el masaje sea une participante activx de su proceso. A veces, ciertas partes del cuerpo traen a la luz experiencias que la persona quizás ni recuerda. El cuerpo —sobre todo la fascia, ese tejido conectivo que envuelve y sostiene órganos, vasos, huesos, nervios y músculos— guarda y libera traumas. Y eso está muy desaprovechado en la psicoterapia tradicional. Fue cuando gané confianza en el trabajo corporal, cuando sentí partes de mí que había olvidado, que volví a la psicoterapia, busqué supervisión, y retomé mi práctica.

Algunxs pacientes, si no todes, sienten su dolor emocional como algo físico. Como si se estuvieran desmoronando. Tensión en el cuello, los hombros duros como cemento. Respiraciones entrecortadas, o palpitaciones. Partes del cuerpo que tiemblan, que recuerdan quién fuiste alguna vez. Especialmente para aquelles que no pueden describir con claridad el dolor —cuánto, dónde, cuándo— el tacto ético puede ser una puerta para explorar desde el cuerpo hacia la mente. Sin depender tanto de la capacidad de “mentalizar”. Y eso es clave en sociedades como la mía, donde muches todavía expresamos el sufrimiento psicológico a través de dolores físicos. El masaje tailandés difumina esa división entre mente y cuerpo, y sostiene el dolor sin exigirle explicaciones.

Y ahora tengo un dilema: ¿debería decirle a mis pacientes de psicoterapia que también doy masajes tailandeses? Tal vez no. Tal vez esperaré a entender mejor cómo integrar ambos. También tengo miedo… miedo de que me llamen “terapeuta antiética”. No estoy diciendo que todes les profesionales de salud mental deban tocar a sus pacientes. Pero sí hace falta hablar más sobre la eficacia y el sentido práctico del tacto en la terapia. Como terapeutas, estamos constantemente en contacto con ecos de dolor y posibilidades de sanación, a veces en palabras, a veces en silencios. Pero ojalá alguien pudiera reescribir esa sensación que siento en la coronilla, dejarme agarrarle la muñeca mientras lloro, y estar bien con cruzar un límite… sin miedo a romperlo.

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