Un análisis histórico y crítico sobre la ética profesional en psicología, del paternalismo médico a los desafíos contemporáneos frente a la neurociencia y la inteligencia artificial
por Miriam Gandolfi, psicóloga, psicoterapeuta sistémico-conexionista, Officina del Pensiero, Bolzano – Trento, [email protected], marzo 2025, Mad in Italy
La discusión sobre el destino de la propuesta de nuevo código deontológico de los psicólogos no tiene sentido si se extrae del contexto social, cultural e histórico más amplio en el que surgió. Esto es necesario para comprender qué es un código deontológico y, en particular, en el ámbito del cuidado humano, físico y psicológico.
En este contexto propongo seguir el hilo que separa y, al mismo tiempo, une al profesional y al paciente/usuario en el recorrido que vio nacer a la psicología como profesión de ayuda, en diferentes momentos culturales y sociales.
De hecho, la relación de ayuda está caracterizada por una especie de doble vínculo, porque es evidente una asimetría inherente: cuando se pide ayuda, se espera que aquel a quien se recurre sepa más que quien la solicita. Por otra parte, tanto el profesional como el paciente son seres humanos que tienen el mismo derecho al respeto y a la tutela de la libertad personal.

Por este motivo no me gusta el término clientes, un eufemismo que altera la naturaleza real de la relación de ayuda y no garantiza el máximo compromiso ético, además del profesional, del operador.
El primer código deontológico en el ámbito médico italiano nace en Sassari en 1903 (texto original encontrado en la biblioteca de la Universidad de Sassari). Está dividido en tres capítulos: el segundo, con treinta y siete artículos, habla de los deberes hacia los colegas. Analizando el texto se comprende que representaba un correctivo a la competitividad entre colegas, entre instituciones y al paternalismo médico, del cual el de la salud mental es la quintaesencia. Entonces, como ahora, tales aspectos estaban presentes, arriesgando contaminar el acto de cuidado en sí, reduciendo la tutela de los pacientes, de su salud y de su libertad de ser tratados.
El primer artículo dice: “El sanitario será diligente, paciente y benevolente, y conservará siempre y escrupulosamente el secreto profesional. Será afable con los pobres, no mostrará servilismo hacia los ricos y tratará a unos y otros con la misma abnegación”. El Artículo 4 afirma que el médico “no emprenderá ningún acto operativo sin haber obtenido antes el consentimiento del enfermo o de las personas de quienes dependa…”.
Con ello el médico reivindicaba para sí la calidad de garante del derecho del ciudadano en relación con la necesaria tutela de la salud pública. Pero lo más interesante es que este código es anterior al Real Decreto que instituyó el Colegio Profesional de Médicos, que data de 1910; demostrando que el respeto por actuar en ciencia y conciencia es más fuerte que cualquier corporativismo.
Este debería ser precisamente el núcleo de un código deontológico: el equilibrio entre asimetría y simetría en la relación, entre la libertad del individuo y la responsabilidad social, en la que paciente y profesionales están ambos involucrados.
Esto en 1903. Ahora intentemos dar un paso adelante.
Stefano Rodotà, en su bellísimo artículo de 2015, El uso humano de los seres humanos (MicroMega 8/2015, pp.121/166), ofrece reflexiones puntuales y proféticas.
La tragedia del nazismo había puesto en evidencia cómo este riesgo no valía solo para físicos y químicos, sino también para médicos y, dada la necesidad de gestionar los medios de propaganda, también para los estudiosos de la mente y del comportamiento. Recordemos que el inventor de la eugenesia científica fue F. Galton, figura relevante en la historia de la psicología.
De esa experiencia surge, en 1946, el Código de Núremberg, que al abordar el tema de la experimentación médica en seres humanos afirma: “El consentimiento voluntario del sujeto es absolutamente necesario”.
Esta indicación fue inmediatamente recogida por la Constitución italiana, que en el Art. 32 establece que “la ley no puede en ningún caso violar los límites impuestos por el respeto a la persona humana”. Aquí cito a Rodotà: “Se establece así un límite infranqueable, más incisivo aún que el previsto por el artículo 13 para la libertad personal, que admite limitaciones basadas en la ley y con resolución motivada del juez. El artículo 32 va más allá… es la única vez en que la Constitución califica un derecho como <<fundamental>>” (op. cit. pp.123-124). En su artículo subraya la necesidad de frenar la tentación de perseguir una “libertad absoluta de la investigación científica y el reconocimiento incondicional del derecho de la tecnología como ‘libertad morfológica’, en nombre de una supuesta utilidad/indispensabilidad de las ‘nano-bio-info-neuro-máquinas’” (op. cit. p.125).
Este es el punto central de nuestro discurso: el alma antigua del ser humano aspira desde siempre a ser Dios, atraída por el deseo de poder, control social y económico.
Es en la segunda mitad del siglo XIX que, tratando de sustraer este rol a la religión y la filosofía, la figura del científico del comportamiento gana un nuevo lugar en el estudio y la visión del ser humano. El modelo metodológico de referencia se convierte en la física y la matemática. Palabras clave: causas materiales identificables como causas ciertas de los comportamientos, mensurabilidad de los fenómenos estudiados. Lo que hoy todavía se privilegia y se llama evidence based.
El primer laboratorio experimental se atribuye a W. Wundt, en Leipzig en 1879. Pero no podemos olvidar a Pavlov, Watson ni Darwin, que habían planteado su modo de estudiar la psicología precisamente según leyes tomadas de la física y la matemática. Es aquí donde el estudio del cerebro, como sede material de los comportamientos, y de la genética, como proceso de transmisión de los mismos, comienza.
Este enfoque materialista y mecanicista, al construir teorías sobre qué es la mente, la distinción entre comportamiento normal, patológico o subdesarrollado y cómo poder medirlo, controlarlo y seleccionarlo, sigue siendo hoy fundante de la psicología conductual o cognitivo-conductual y de la neuropsiquiatría organicista. Desde esta perspectiva, es el estudioso de la mente quien sabe y conoce las razones del comportamiento; el paciente queda relegado a una posición pasiva, impulsado a confiar en el “experto”.
Así se llega a las primeras décadas del siglo XX.
De esa visión del ser humano nace la magnífica novela de Aldous Huxley, Un mundo feliz (1932). Sorprende la nítida fotografía de escenarios de organización social que también hoy se nos proponen, incluida la idea de que sea posible construir a voluntad una identidad sexual precoz en los niños, sin ocuparse de su desarrollo emocional, considerado un obstáculo a la estructura de una sociedad “perfecta”. No por casualidad, Huxley sitúa en la cúspide de la jerarquía social del libro la figura del psicólogo, cuya competencia se requiere para hacer funcionar los proyectos de eugenesia y control mental.
Regresemos al hilo rojo del tiempo.
Los años sesenta son aquellos en los que se amplía el debate que agita toda la historia de la psicología y las distintas teorías de la mente formuladas para afrontar el enigma de la mente humana: qué es el comportamiento consciente y la distinción entre normal y anormal, entre sano de mente y loco. Es de la definición misma de sufrimiento mental que depende cómo tratarlo y cómo considerar a quien lo manifiesta en la relación entre racionalidad y emociones. Considerarlo “no en condiciones de entender y querer” y, por tanto, legitimarse a decidir por él, ¿o…?
Es el momento más agudo del debate entre derecho al respeto del sujeto y necesidad de control social.
También el psicoanálisis plantea el problema de la necesidad de devolver autonomía y centralidad al paciente, cambiando conceptos y métodos de tratamiento. Pero sobre todo surge la impronta del existencialismo, que se opone a la idea de análisis como fragmentación del individuo encerrado en un envoltorio subjetivo, proponiendo la práctica de la psicosíntesis. Aquí encontramos conexiones con el existencialismo de izquierda al que se inspirará también Basaglia, vinculado al grupo inglés de Laing y Esterson. Es en esta visión de la aflicción que al paciente se le devuelve el derecho de autodeterminarse, modificando la relación entre profesional y usuario.
En el intento de superar la contraposición entre aspectos subjetivos y socioculturales, y sobre todo de buscar una vía más eficaz para afrontar la aflicción mental grave, el Golem de la psiquiatría, la psicosis, nace también en esos años la sistémica con la teoría ecológica de la mente formulada por Gregory Bateson. Es la búsqueda de un marco epistemológico más amplio, científicamente fundado, interdisciplinar y útil para afrontar la complejidad de la mente y sus manifestaciones.
Entramos en los años setenta.
Para esa rama de la psicología que acogía la visión de la ciencia materialista clásica, entonces como ahora, el sujeto debía aceptar su diferencia, confiar y obedecer al operador para su propio bien. El “enfermo mental” seguía siendo visto como un “fuera de norma”, medible con tests o criterios clásicos considerados objetivos, a los que el DSM se refiere aún hoy (primera edición 1952, la última, la 5, de 2013 ahora R).
Pero esos son también los años del verdadero punto de inflexión:
En 1971 finalmente se instituyen, tras años de discusión con parte de la clase médica psiquiátrica, los dos primeros cursos de grado en psicología en Italia, en Roma y Padua, dentro de la facultad de Magisterio. En 1978, tras años de dura lucha sobre la reforma sanitaria, se aprueba la Ley 180, que prevé la abolición de los “hospitales especiales”, los manicomios.
En Italia, entre los movimientos impulsores de este cambio cultural destacan el grupo milanés de Mara Palazzoli Selvini y el movimiento de psiquiatría democrática fundado por Franco Basaglia. Ambos fueron envidiados y asumidos como modelo, especialmente en el mundo germanófono y más allá del océano, en Estados Unidos y América Latina.
Aquel momento extraordinario se caracterizaba precisamente por el vuelco de esa relación paternalista, ya denunciada en el código de 1903.
Pero pasarán más de diez años antes de que vea la luz la ley que instituye el Colegio de Psicólogos: la Ley 56/1989. Y habrá que esperar hasta 1995 para que se establezca la facultad de psicología, otorgando a esta disciplina un reconocimiento total.
¿Y ahora? ¿Cuál es el estado de autonomía, dignidad y responsabilidad de la disciplina? ¿Qué responsabilidad y tutela asumen los psicólogos hacia los pacientes/ciudadanos?
¿Estamos ante un nuevo punto de inflexión o un retroceso?
Hoy es inevitable pensar en Umberto Eco y en su libro A paso de cangrejo (2006). De hecho, con los años 2000 comienza una fase caracterizada por una enorme euforia de ilusión de progreso y cambio epocal, que sin embargo a los observadores más atentos muestra inmediatamente el rostro seductor de la ambigüedad. El entusiasmo por el desarrollo de la inteligencia artificial como soporte al sueño transhumanista es visto por Rodotà (op. cit.) como la vía que podría llevar a un uso humano de los seres humanos para crear al “hombre aumentado”. Y por el matemático y físico Lucio Russo como la legitimación de una “difusión persistente de una fe ciega en el progreso, que califica ipso facto como ‘progresivo’ cualquier cambio lo suficientemente fuerte como para imponerse” (p.11). … “un proceso que sustrae inteligencia al trabajo” (p.17), y por tanto sustrae también competencia inteligente a los profesionales de la salud mental. (Lucio Russo, 1998, Segmenti e bastoncini. Dove sta andando la scuola, Feltrinelli, Milán 2016).
Esta fascinación explica la moda cada vez más extendida de preferir el término neuropsicólogos al de psicólogos. Donde una parte (la neurona, el cerebro) se vuelve más importante que el todo (la mente-cuerpo en su relación completa e inseparable dentro de un contexto humano y social).
Éric Sadin, en su ensayo de 2016, analiza lo que define como la psicopatología de Silicon Valley (La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital, 2016, Einaudi, Turín 2018):
“Se trata de una verdadera visión del mundo, fundada en el postulado técnico-ideológico de una fundamental inadecuación humana, destinada a ser colmada por la inteligencia artificial gracias a poderes cada vez más variados y extensos que se le confieren” (p.20), y que se caracteriza por “el desinterés por los efectos sociales” (p.25).
Es en este Zeitgeist que encontramos una perversa soldadura entre lo biológico y lo social, en la que los psicólogos han vuelto a ser, como en los años sesenta, subalternos a las disciplinas médicas, aplicadores de tests certificadores, listos para enviar a neuropsiquiatras infantiles y psiquiatras a los nuevos discapacitados del segundo milenio: DSA, TDAH, opositores-provocadores, sujetos afectados por trastornos del espectro autista… Abriendo la carrera psiquiátrica a hasta un 25% de la población escolar, considerada no curable y solo controlable. (M. Gandolfi, A. Negri, Disturbi specifici (della relazione) dell’apprendimento. Un approccio ecologico alla didattica, alla diagnosi precoce e all’intervento sui DSA, G. Fioriti, 2023).
En esta óptica, el consentimiento informado y el reconocimiento del usuario/paciente como actor activo, digno de ejercer una elección consciente, se convierten en un verdadero obstáculo. Por tanto, se comprende lo contenido en el intento de nuevo código deontológico de los psicólogos. ¡Esperemos el de los médicos! En nombre del paternalismo nunca muerto, hay quienes pueden decidir en lugar de quien pide ayuda, decidir por su bien y por el de una comunidad fantasmática definida desde fuera.
Es imposible no advertir cómo el contenido mismo del intento de nuevo código deontológico perfila un retorno a una visión exclusivamente biológica y mecanicista del ser humano, a la cual también cierta psicología ha optado por adherirse.
Pero si se quiere enarbolar la garantía científica, debemos acudir a científicos serios.
Así Guido Tonelli, físico entre los descubridores del bosón de Higgs:
“La física del siglo XX archiva definitivamente toda tentación de realismo burdo y de mecanicismo materialista… (p.173) … La ilusión de comprender el funcionamiento del cerebro humano utilizando las mismas herramientas que nos han permitido comprender el funcionamiento de otros órganos ha quedado atrás desde hace tiempo… El método científico no está en discusión… (pero)… balbucea, o resulta del todo impotente, al afrontar fenómenos que carecen de esas características. (Como precisamente la vida de)… una comunidad humana de individuos pensantes, libres e interactuantes entre sí no puede ser tratada como un sistema físico” (p.175). (Materia. La magnifica illusione, Feltrinelli, Milán 2023).
Por tanto, no menos ciencia, sino más ciencia, la verdadera, la que utiliza el método como autocorrección y se interesa por el conocimiento y no por el poder, para tutelar dignidad, libertad y responsabilidad tanto de los ciudadanos como de los profesionales que se ocupan de ellos.







