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De Regreso a la Dignidad: Parir en Casa Como Proceso de Sanación

Por Laura López-Aybar

Originalmente publicado en inglés en Mad in America

Han pasado tres años desde que tuve un parto en casa sanador. Fui tratada con dignidad durante todo mi embarazo. A lo largo de mi embarazo y parto, me sentí empoderada y poderosa, y no desposeída de poder. Como sobreviviente de violencia psiquiátrica que se sumó a años de abuso en mi niñez y adolescencia, no pude evitar ver cuán diferentes fueron estas experiencias.

Mis parteras abogaban por mí cada vez que tenía que interactuar con otrxs profesionales, siempre pedían mi consentimiento, me daban opciones, respetaban mis decisiones y también me informaban sobre lo que implicaba cada opción. Tuve el privilegio de entrevistarlas antes de decidir trabajar con ellas. Mi pareja estuvo presente en casi todas mis citas con las dos parteras y la doula, ellas se aseguraron de que él también estuviera incluido, informado y empoderado. También me confrontaban con cariño y no le huían a los “grandes sentimientos” (ej. coraje, tristeza, frustración, miedo).

Sentí miedo cuando estaba llenando mis formularios de salud después de haber acordado trabajar juntas. Preguntaban sobre antecedentes de salud mental. “¿Debería mentir o debería ser honesta?” me pregunté. Decidí ser honesta y esperaba que me rechazaran como clienta pensando que por ser alguien con un historial tan estigmatizado y cicatrices visibles no me considerarían apta para un parto en casa. Estaba pensando en todos los estereotipos asignados a las etiquetas que he recibido: “difícil, problemática, salvaje, dramática, loca, peligrosa, no cooperativa, inestable”. También llamé a una de mis parteras y le conté; básicamente me dijo que no era un problema en absoluto, lo que fue un alivio.

Luego llegó el momento de sacarme sangre, lo cual expondría mis cicatrices ante ellas. A menudo, esto significa que habrá maltrato y negligencia médica, un cambio en cómo me tratan, usualmente caracterizado por ignorar mi dolor y síntomas. En cambio, mi partera Kateryn me dijo en un tono tranquilizador: “Las cicatrices de autolesiones son como cualquier otra cicatriz.” Esto me aseguró que mi bebe y yo seríamos respetadas y escuchadas.

El parto en casa no me parecía aterrador en absoluto, pero estar en un hospital sí me aterraba. Siempre que me encuentro en escenarios médicos, trato de cubrir mis cicatrices frente a colegas y profesionales médicos, y me pongo tensa cuando me doy cuenta de que alguien las ha visto. En una sala de emergencias, después de haber sido golpeada por una ex pareja y haber intentado suicidarme, los médicos me dijeron: “Probablemente te hiciste eso tú misma.” Cuando les dije que no, miraron mi antebrazo y respondieron: “Bueno, pero esas te las hiciste tú, ¿no?” La respuesta de la policía cuando quise presentar cargos fue decirme: “Probablemente te gusta que te golpeen, ¿verdad?” Luego me dijeron que tenía que ir voluntariamente al hospital psiquiátrico o me llevarían a la fuerza, ya que había intentado suicidarme. Mientras repetidamente les contaba a los profesionales lo que había pasado, fui ignorada y amenazada con una encarcelación psiquiátrica a largo plazo.

Mi pronóstico o prognosis se volvió más catastrófico que antes: según lxs profesionales que me atendían, no tendría futuro, no tendría hijos, no tendría relaciones saludables a largo plazo, y recaería y tendría cambios de humor una y otra vez. En otra ocasión, también fui inmovilizada innecesariamente en una sala de emergencias: “Bueno, tienes antecedentes de enfermedad mental, así que ese es el protocolo.” Estaba allí por un dolor en el pecho que resultó ser costocondritis debido al estrés que experimentaba en mi vida en ese momento.

Estas experiencias han cultivado desconfianza en los profesionales médicos. A veces, mis heridas autoinfligidas hubieran necesitado suturas, pero la idea de ser humillada, de tener que justificarlas una y otra vez, y de ser amenazada con internación psiquiátrica se sentía mucho peor.

A menudo se asume que los psicólogos clínicos no tienen experiencias vividas de sufrimiento psíquico, especialmente de formas altamente estigmatizadas como los comportamientos de autolesión o la psicosis. Estar en el campo como infiltrada me ha permitido ver tras bastidores, observar cómo los profesionales hablan de las personas con las que trabajan como “pacientes.”

Repito esto a menudo, pero estar en el campo de la psicología clínica como alguien que ha sido sometida múltiples de daño no es fácil. A menudo es enfurecedor, aislante y triste. Ser aprendiz es difícil; básicamente se espera que mantengas la cabeza baja y demuestres apertura para aprender sin cuestionar a quienes están en posiciones de autoridad. Encontrar apoyo da miedo, ya que conoces el estigma que existe y lo presencias a diario.

La experiencia tras bastidores es reveladora, ya que ves a proveedores que asumen que nadie a su alrededor ha tenido experiencias de sufrimiento psíquico, hablando—y a veces alardeando—de cómo tratan a las personas con experiencias vividas de maneras despectivas. He visto esto en todos los niveles de mi formación y en otros entornos profesionales.

Una vez, una doctora de emergencias me contó sobre un paciente que llegó con la mandíbula rota y cómo lo amarraron e inmobilizaron de inmediato porque tenía antecedentes de psicosis. Me dijo que el paciente pidió que no lo inmovilizaran, pero que tuvieron que hacerlo porque, aunque no reportaba síntomas actuales de psicosis, todavía podía ser peligroso. Le pregunté cómo era peligroso y me respondió: “Bueno, porque puede explotar; eso es lo que hacen los esquizofrénicos.”

Personas como yo, a quienes se les asigna un diagnóstico de trastorno límite de la personalidad, a menudo experimentan el fenomeno de que toda su identidad se reduce a esa etiqueta, y todo a su alrededor gira en torno a ella, convirtiendo en síntoma cada aspecto de su ser. A los clínicos, incluidos yo misma, a menudo se nos instruye que “retengamos el calor”, que seamos duros, fríos, directos y secos; “No dejes que te manipulen, te pondrán a prueba y a tus límites.”

Como alguien que ha experimentado tras bastidores tanto lo despectivo como la deshumanización directa, los castigos, las indignidades y los menosprecios de haber tenido experiencias de sufrimiento psíquico, el parto en casa me pareció extremadamente seguro. Todo el proceso fue un reflejo de cómo debería funcionar el sistema de salud mental. Fue la capacidad de trabajar con alguien con quien te sientes cómoda, que realmente escucha tus experiencias subjetivas y brinda un cuidado informado centrado en la persona, respetando tu agencia, tus decisiones y adaptándose a ellas.

El día del gran evento llegó, y nunca me sentí más segura. Si hubiera necesitado trasladarme a un hospital, hubiera sido con ellas y nuestra doula como defensoras, apoyándonos en cada paso del camino, y lo más importante, hubiera sido una decisión informada, mi decisión. El dolor de las contracciones parecía muy fácil en comparación con el dolor de las violaciones a mi autonomía corporal y mis derechos, y los de la criatura que parí.

El ejercicio del poder era más aterrador. Así como el sistema industrial carcelario de salud mental se ha normalizado, también lo ha hecho el parto dentro del sistema médico industrial. Las contracciones y el dolor del parto eran temporales, pero las heridas psíquicas potenciales tomarían años en sanar. Esto a menudo se subestima, las personas se entregan a los llamados expertos, como si no supieran que ellos también son parte de esa escuela. Se asocia el parto en casa con el riesgo, ignorando que el parto dentro del sistema médico no está exento de miles de riesgos.

Reflexiono a menudo sobre mi parto, pensando en cómo fuimos sostenidos por nuestro equipo de parto. Aquellas personas que queríamos presentes estaban allí casi todas, incluidas nuestras mascotas. Parí en mi lado de MI cama en la posición en la que me sentía más cómoda, suavemente guiada por nuestro equipo de parto. Estaba rodeada de olores, sonidos y espacios familiares. Gemí y rugí, sin que nadie me dijera que bajara la voz o que me quedara completamente callada.

Me guiaron suavemente para cambiar de posición, me mantuvieron alimentada e hidratada durante todo el proceso, me llevaron al baño, me ducharon y luego limpiaron la casa y prepararon nuestra habitación para nuestros primeros días con la recién nacida. Las palabras de aliento me empoderaron en todo momento; siempre me pedían consentimiento y se comunicaban abiertamente conmigo. Esperaban pacientemente hasta que yo estuviera lista. Si hubo alguna complicación, ni me enteré por la calma y suavidad con la que me comunicaban todo.

En momentos dije que no, y fue un no que fue escuchado y respetado. Dije que pararan y pararon; a veces me explicaban el porqué y un no se convertía en sí. Quería estar desnuda y estuve desnuda, nadie me obligó a estar con tal o cual ropa o en tal o cual posición. Después del parto, nuestra doula me trajo chocolates, mi mamá cocinó un sancocho vegano y estábamos en nuestra cama con nuestra nueva bebé. La asistente de parto revisó a nuestra bebé con amor y cuidado mientras le hablaba, narrando lo que estaba haciendo tanto para ella como para nosotros. Además, trató a nuestra bebé como una pequeña humana con sus propias necesidades y deseos. Hicimos apuestas sobre cuánto pesaba. Fue maravilloso. Sentí que una parte de mi dignidad me fue devuelta con mi experiencia de parto. Me sentí profundamente empoderada.

En resumen, dar a luz fuera del sistema con el equipo de parto que tuve se sintió como una analogía para el sistema de salud mental que deberíamos tener. Un sistema donde las realidades subjetivas y los deseos se valoran, y los cambios flexibles son posibles. Donde los sentimientos intensos se experimentan sin interrupciones, en un espacio que los sostiene de manera segura, conteniendo y acompañando con suavidad. Un espacio donde la agencia y autodeterminación sean empoderadas y no patologizadas, y donde haya responsabilidad afectiva.

Gracias a mis parteras Kateryn, Kimm, y la futura partera Jenny Rebecca de Heartscience Midwifery en Nueva York, y a mi doula Elizabeth Guerra, matrona de Seamarron Farm en Danbury, Connecticut.

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