Por Luciana Jaramillo Caruzo de Azevedo para Mad in Brasil. Disponible en Portugués.
Es evidente para quien las transita que las redes sociales se han convertido en una verdadera “feria libre de la salud mental”: un mercado de ofertas, ventas y trueques donde una gran variedad de soluciones milagrosas promete identificar, corregir y erradicar problemas, dificultades y cualquier forma de malestar existencial.
Es prácticamente imposible salir ileso/a de esta avalancha de recomendaciones, consejos y orientaciones sobre relaciones, existencia, afectos, conducta y subjetividad provenientes de fuentes tan variadas como dudosas. Paralelamente, somos testigos de transformaciones sociales y psíquicas profundas provocadas por el impacto de lo virtual. La instauración de nuevas formas de relacionarnos y de habitar el mundo pone en jaque antiguos referentes, en un escenario atravesado por tecnologías que configuran la subjetividad contemporánea.

La amplitud de estos fenómenos influye tan profundamente en los modos de vida actuales que sería imposible describirla en un solo artículo. Por eso, aquí trazo de forma breve y directa un panorama de lo que considero altamente preocupante: los impactos de las redes sociales en el campo de la salud mental, especialmente el drástico aumento de la epidemia de diagnósticos psiquiátricos en línea. Algunos elementos refuerzan esta epidemia diagnóstica, constituyendo los pilares de su arquitectura.
En el flujo de discursos que circulan en las redes, la “normalidad” se vincula cada vez más a la idea de plenitud, bienestar integral y felicidad compulsiva. Todo lo que se desvía, incomoda, duele o desestabiliza, todo lo que revela las inconsistencias, contradicciones e imperfecciones del sujeto, es rápidamente capturado por la lógica patologizante y etiquetado con diagnósticos psiquiátricos. No todos, solo algunos.
Observamos una enorme influencia de las redes sociales en la producción masiva de contenido basado en terminología psiquiátrica, donde ciertas categorías diagnósticas se explotan hasta el agotamiento para ampliar el alcance de las publicaciones. No todas, solo algunas, cuidadosamente seleccionadas y repetidas hasta el hartazgo por usuarios y mecanismos del algoritmo, que las presentan según sus herramientas e intenciones. Estas publicaciones surgen como olas, se amplifican, se convierten en tendencias entre usuarixs —profesionales o no— con el objetivo de lograr visibilidad, seguidores, likes, compartidos, engagement y, en última instancia, ganancias económicas. Repetidas hasta el cansancio, estas etiquetas van adquiriendo un cierto estatus de verdad. Quien se sube a estas olas, también gana notoriedad.
Entre los elementos seleccionados para la creación de contenido —explicado mediante imágenes, carruseles, videos cortos, historias o publicaciones— destaca la supresión de cualquier posibilidad de singularidad o pensamiento crítico/complexo. Lo contrario: se busca reducirlo todo a lo más simple. Y cuanto más simple, directo y digerido, mejor.
¿Mejor para quién?
En el ecosistema digital se produce una clara polarización. Por un lado, influencers con muchos seguidores y alto engagement que abordan temas de salud mental con escaso o nulo conocimiento, pero consiguen viralizar contenido. Por otro lado, profesionales con trayectorias sólidas y formación profunda cuyos contenidos, por complejos o poco “atractivos”, apenas son distribuidos por los algoritmos.
Un punto clave: hay una búsqueda desenfrenada por “salud mental” que puede significar bienestar, autocuidado, plenitud, anestesia emocional o incluso promesas virales que se nutren de un lenguaje psiquiátrico simplificado. Se observa una enorme expansión de contenidos sin ningún tipo de criterio ni responsabilidad en su divulgación.
En esta “feria libre multimedia de la salud mental”, los diagnósticos psiquiátricos se han vuelto altamente vendibles y rentables, al igual que la desinformación, las fake news y los servicios que se comercializan sin escrúpulos: desde videos y bailes promocionales hasta la venta de kits de tratamiento, test de autodiagnóstico, cursos, formaciones y prácticas —médicas o no— ofrecidas por especialistas y no especialistas. Todo esto ha alimentado una epidemia diagnóstica sin precedentes.
Otro recurso común para conectar con el público es usar la estructura de la “jornada del héroe”, en la que se narra una historia personal de superación de supuestos “trastornos mentales” como depresión, ansiedad, TDAH o autismo. Estas historias, presentadas como testimonios, buscan engagement emocional y validación de los diagnósticos por vivencia personal.
Ya en 2017, en Anatomía de una epidemia, Robert Whitaker denunciaba una epidemia en expansión de trastornos mentales, directamente vinculada al uso indiscriminado de psicofármacos. Señalaba que mientras más avanzan las “soluciones científicas” —supuestamente más eficaces— más enfermedades se diagnostican. A diferencia de otros campos médicos, donde se espera una disminución de enfermedades al avanzar el tratamiento, en la psiquiatría ocurre lo contrario: una hiperinflación diagnóstica sin precedentes.
Casi una década después, las preguntas siguen vigentes: ¿Estamos realmente ante una pandemia de trastornos mentales entre adultos y niñxs? ¿O estamos ante una expansión de categorías diagnósticas impulsada por intereses sociales, económicos y comunicacionales? Si las enfermedades mentales son detectadas y tratadas cada vez más temprano, ¿a qué se debe este aumento alarmante?
Estas preguntas nos convocan a pensar qué tipo de sociedad estamos construyendo.
Las categorías diagnósticas en psiquiatría ya tienen profundas debilidades conceptuales. En redes sociales, estas fragilidades se magnifican, se vuelven inconsistentes, manipulables, distorsionadas y desreguladas. Se difunden sin ética ni compromiso, con una carga emocional y estética que apela al algoritmo más que al cuidado.
A través de lenguajes simplificados, mecanismos de acceso inmediato, y una lógica algorítmica centrada en el autocuidado y la felicidad compulsiva, se ha instalado la idea de que todo lo que no encaje en esta narrativa de bienestar absoluto es “anormal”.
Benedetto Saraceno ya advertía sobre los límites de una psiquiatría basada solo en la psicopatología descriptiva. Sin embargo, la cultura digital se ha afianzado sobre ese mismo modelo: medicalización, patologización, cerebralización del discurso. El “otro algorítmico” busca aniquilar al sujeto y su singularidad, aunque —por ahora— no lo ha logrado del todo.
La supresión del sujeto también se expresa en la pretensión de hacer comprensible, predecible y coherente aquello que por naturaleza es complejo y muchas veces inasible: la experiencia humana. Y lo hace aplicando la lógica diagnóstica.
Si los celulares son artefactos socioculturales, y las apps son productos digitales moldeados por decisiones humanas, entonces también reflejan supuestos ideológicos, normas y discursos del contexto en el que fueron creados y son usados. Así se distorsionan los manuales diagnósticos y se reproducen contenidos de salud mental sin regulación, de manera irresponsable y sin ningún compromiso ético.
Un campo fértil, pero profundamente insalubre, que sigue alimentando la epidemia diagnóstica que hoy atravesamos.